miércoles, 17 de febrero de 2010

Cómplices de la tragedia: "Hundan al Belgrano" de Steve Berkoff


Cómplices de la tragedia.
Sobre “Hundan al Belgrano”, de Steve Berkoff


Relectura de la tragedia clásica.
Impotencia, complicidad, omisión: modos de actualización de lo trágico.

Tras leer “Hundan el Belgrano” (1985) de Steve Berkoff solo quedan preguntas. El problema es que las preguntas se amontonan y no llegamos a diferenciarlas, las preguntas nos aturden, nos bombardean. Al finalizar la lectura el vacío nos invade. Un vacío cargado de dolor, de odio, resignación y culpa.
Envidio aquellos que hayan podido ver la puesta si alguna vez se hizo en nuestro país, pero más envidio a aquellos ingleses que en el año 86 vieron su estreno.
Es que “Hundan al Belgrano” es una respuesta vehemente, cruel, descarnada. Es una respuesta sangrienta a la sangrienta política de Margareth Tatcher, una respuesta viva y latente. Desde la trinchera, Berkoff se planta en pie de guerra ante un gobierno cruel y sangriento, “democrático y republicano”, belicoso hacia adentro y hacia afuera.
“Hundan al Belgrano” se estrena a solo 4 años de la Guerra de Malvinas (o “Falkland”, en la otra orilla), planteando una mirada lúcida sobre las razones políticas de la guerra.
Un contexto de crisis económico – social, la emergencia de los socialismos modernos en una Europa que marchaba hacia la caída del muro, hacia el fin de la URSS, pero con una Guerra no tan fría que seguía marcando la agenda internacional.
Una mirada plantada en la resistencia al neoliberalismo, al libre mercado, al colonialismo, al expansionismo imperial de las grandes potencias mundiales, una mirada marcada por el tono pesimista propio de fines de siglo XX - un siglo que vio el holocausto, que vio Hiroshima y Nagasaki, es un siglo que sabe que solo un par de pulgares puede aniquilar a la especie humana.
Esa es la poética pesimista de Berkoff, desde ese lugar nos habla. Basta ver la relectura del complejo de Edipo en “Greek” para ver la trinchera desde la que produce.
La obra es en su contexto específico una respuesta al tatcherismo, al imperialismo de las grandes potencias mundiales, como se dijo, “democráticas y republicanas” de occidente, que sostienen sus modelos en el sometimiento sistemático de los países subdesarrollados.

Pero la respuesta no se queda anclada en el hemisferio norte. Berkoff menciona sin sutilezas la complicidad, y sobre todo, la relación directa, entre esas grandes potencias mundiales y los fascismos del tercer mundo.
La mención a los desaparecidos en Argentina, a las intervenciones estadounidenses en Centroamérica y a las dictaduras africanas muestran esa realidad: los fascismos del tercer mundo puestos a dedo por las grandes potencias sostienen las grandes democracias de las potencias mundiales. Y los fines son siempre económicos.
“Ahí estuvimos comiendo de sus bifes supertiernos,
Gozando musicales del West End, inspirados en sus jefes y gobiernos,
Ay ¿Cómo era?. Esa cosa tan divina…
No llores por mi Argentina”.

Esos fascismos del 3er mundo permitirán sin grandes restricciones a las potencias seguir extrayendo materia prima a los países dominados, una materia prima que es económica (los bifes) y cultural (un musical).
Es interesante la mención a “No llores por mi Argentina”. Aparece aquí una mirada sobre el espectador occidental fetichista proyectado en el personaje “Amargas Cachas” (la Margareth Tatcher de Berkoff), capaz de conmoverse con la misma cultura a la que esta deseando aniquilar.
La mirada de Berkoff no es inocente. Sabe desde la otra orilla que los dictadores argentinos no son mejores que el gobierno de Margareth Tatcher, e inclusive menciona explícitamente cual es la conveniencia para las grandes potencias de que existan estos fascismos.

Dice Margaret (“Amargas Cachas”):
“Ese carajo de junta, marranos del carajo
¿Cómo se atreven? ¿Cómo mierda así nomás tienen los huevos
Cuando nosotros fuimos con ellos lo más buenos?
Jamás alzamos queja u objeción cuando sus escuadrones de la muerte
Se deshacían de la oposición en fosas populares sin mesura.
Ni mostramos en público asco alguno hacia las célebres sesiones de tortura
Con las que trataban al desobediente (ya que, obviamente, queremos comerciar)”
(Pag 19)

Y ese afán de “comerciar” alcanzará su punto máximo en la obra cuando un allegado a la primera ministra confiesa haber vendido armas a la Argentina antes de iniciada la guerra, siendo esas armas ahora una amenaza para ellos mismos.
El último resabio de conciencia y humanidad lo tendrá en la pieza la escoria más baja: los marineros británicos, que tomarán conciencia al disparar contra el Belgrano de la atrocidad que están cometiendo, por estar matando a quienes llamarán “tipos iguales que nosotros”. Es un reconocimiento (anagnorisis) propio de la tragedia, pero esta vez ese reconocimiento esta dado por quienes tienen menor responsabilidad en el asunto.

La heroína trágica Amargas Cachas jamás reconocerá su error trágico (hamartia), e inclusive hacia el final se pondrá en evidencia su obstinamiento.
La heroína tampoco será castigada, los castigados son en la obra (siguiendo la lógica de la tragedia clásica) los británicos que morirán en la guerra, y sobre todo, los tripulantes argentinos del Belgrano que estaban volviendo a casa en paz.
El hundimiento del Belgrano fue un hecho histórico que puso de manifiesto la más salvaje e inhumana demostración de poder que puede llevar a cabo una potencia mundial. Y en la lógica de “Amargas Cachas” (que es la de los grandes líderes belicosos) fue necesaria esa demostración tanto hacia el plano internacional (contra la amenaza roja y ante la vista de las demás potencias), como hacia el plano local, ante el avance de socialistas y laboristas y la decaída imagen del gobierno conservador. Aparecen mencionados en la pieza los ajustes económicos aplicados por el gobierno hacia las clases trabajadoras, que serán bien ocultados por un creciente nacionalismo exacerbado en el pueblo en tiempos de guerra.
El círculo de la tragedia no queda cerrado. La heroína no paga por la atrocidad cometida. La tragedia clásica nos permitía al menos identificarnos con la grandeza moral del héroe ante su falta (Edipo arrancando sus ojos, el suicidio de Yocasta, Antígona enterrada viva).
Aquí la heroína no sólo no se arrepiente, sino que afirma que lo volvería a hacer e inclusive sigue siendo primera ministra, y pocos le dirán que no ha obrado bien.
El pueblo la aplaudirá, la opinión pública estará a su favor, el mundo no tendrá nada que decir. ¿De que valen unas miles de vidas, si lo que se ha mancillado es el honor británico?, se preguntará el pueblo satisfecho. Ni siquiera queda el consuelo de la grandeza moral del héroe. La identificación emocional del espectador occidental queda definitivamente aniquilada.
Hace Berkoff en este sentido una actualización de lo trágico, bombardeando y aniquilando, desde la sátira, toda posibilidad de aprehensión intelectual o emocional de la pieza, del hecho histórico, de lo político o de lo humano. Ya nada puede decirse. Desde las fronteras del lenguaje humano la obra denuncia lo inhumano de la guerra. Solo nos queda ese vacío trágico, esa imposibilidad.
Allí es donde el círculo no cierra, y allí quedamos nosotros, amontonando preguntas, preguntándonos por qué, como, de que modo somos cómplices y partícipes de la tragedia humana.



“Hundan al Belgrano”, de este lado de la orilla.
Evidentemente la obra de Berkoff esta dirigida a la sociedad británica de su época, esa sociedad que aplaudió las políticas de la Tatcher y empezaba a pagar caro sus consecuencias. Un pueblo que descubrió la existencia de las Falklands a partir de la guerra desatada, pero que sentía que debía defender esa “joya” británica, cueste lo que cueste. No importaba mucho la opinión de esos “pastores isleños”, dirán. Lo importante es sostener la moral del imperio.
Resulta inquietante leerla a 25 años de su estreno desde este lado de la orilla. Como lectores podemos ver retratado desde otro lugar uno de los hechos históricos más atroces de la historia nacional, una guerra absurda aplaudida por un pueblo absurdo.
No se trata de escuchar “la otra campana”, como bien podrían decir muchos pseudos intelectuales con cierto tufillo patriótico militarista de esos que abundan en nuestro país. Tampoco se puede hablar de la obra (nunca se puede, pero es muy frecuente que esto aún ocurra en el ámbito académico) abstrayéndonos de nuestro propio contexto de lectura. La pieza toca hondo en una herida que, lejos de estar cerrada, permanece latente. De este lado de la orilla la obra golpea fuerte, pero desde lejos, y eso es quizá lo que hace al golpe más certero, lo que produce de un modo particular ese vacío trágico mencionado.
La realidad británica retratada plantea un interesante juego de espejos con nuestra propia realidad. En ese sentido la obra adquiere una dimensión distinta.
Quizá sea ese espejo el que nos permita vernos retratados, desde una distancia (en un sentido brechtiano) que nos permite salirnos de las lecturas naturalizadas sobre la cuestión.
Las razones políticas para ir a la guerra sostenidas por la junta argentina no son tan distintas a las del gobierno británico, tampoco es tan distinto el sufrimiento de los caídos en batalla, ni la cruel estupidez de una sociedad aplaudiendo el “estamos ganando”, desde ambas orillas.

La guerra no es contra un pueblo, un país, una región, una cultura en particular. La guerra es contra la especie humana en su conjunto. La obra de Berkoff en ese sentido se proyecta en un carácter universal, partiendo concientemente de un contexto histórico particular.
Y esta universalidad se produce lejos de las grandes meditaciones abstractas que capitalismo, guerra, humanidad, etc podrían sugerir. “Hundan al Belgrano” tiene una potencia especial por su “aquí y ahora”, por su lugar de resistencia en un momento histórico, por su gesto político dado por su respuesta concreta a un hecho histórico en un momento histórico particular.
Su cinismo descarnado no admite concesiones ni fetichismos, e imposibilita que como espectadores no nos sintamos increpados.
“Hundan al Belgrano” mete el dedo en una herida aún abierta, una herida de la cual no podemos sentirnos ajenos.
Pero la obra nos demuestra hoy que esa herida que no cicatriza ya no es británica ni argentina.
La herida es de la humanidad.